miércoles, 21 de marzo de 2012

COMIENDO CASTAÑAS

Una tarde de otoño, en casa frente a la cocina de carbón, un padre cuchillo en mano picaba castañas para asarlas en la chapa. No voy a decir que no me gusten las castañas asadas, pues mentiría, pero mas que las castañas lo que mas me gustaba eran la historias que cuando mi padre se sentaba en la cocina contaba.
Hoy no estaba el día muy alegre y recordando como un niño y su hermana con tan sólo cinco y siete años, se vieron de pronto trasladados, de una vida humilde pero cierta, en un pueblo de la costa, a una vida triste e incierta en un pueblo minero del interior, al verse privados de su madre por una trágica enfermedad y al tener que cambiar de abuela al decidir su padre que tenían que irse. Derrepente aquellos niños acostumbrados a las olas y a los amplios horizontes de la mar, se vieron acorralados entre montañas, y arrastrados por la corriente de un río turbio por el carbón.
Vivían solos  en una casa con su padre en la parte de arriba del pueblo, una casa solitaria rodeada de avellanos, con una cocina amplia y una sala en la planta baja con una escalera que les llevaba a las habitaciones, una para ellos y otra para su padre, sin mas luz que el sol o las velas, y que se agarraba a un empinado prado en la falda de la montaña.
El padre que era viudo, cantero y borracho, todos los días con el alba se levantaba para ir al trabajo y volvía por la noche mas bien tarde con varias botellas en el cuerpo, por lo que se acostaba a dormirla. Se suponía que esos niños estaban a cargo de la abuela, pero que mala suerte, una tía de los niños había quedado viuda y con dos hijos, por lo que las atenciones les llegaban sin que ellos se dieran cuenta de ellas, tanto es así que por la mañana se levantaban y prendían fuego en la cocina de leña para calentarse la leche del desayuno y si habían despertado pronto y les daba tiempo ir a la escuela, y debió de darles tiempo muchas veces pues ambos hermanos aprendieron a  leer y escribir perfectamente, cuando salían de la escuela iban a casa de su abuela a por la comida para su padre y llevársela al túnel correspondiente según en el que estuviera trabajando, lo cual solía ser siempre a unos cuantos kilómetros de su casa atravesando escombreras de carbón y otros túneles oscuros como la noche y con el miedo de darse de bruces con el tren, tanto era este que decía mi padre que tenía estirado el mandilón de la escuela por que su hermana se cogía tan fuerte a  el que tenía casi que arrastrarla para cruzar los túneles. Luego volvían sus pasos hasta el pueblo y con la cartilla del economato en ristre iban a este a comprar lo que un niño de cinco años y una niña de siete entendían necesitaban para comer, vamos chocolate,pan, chorizo jamón, tocino y alguna lata de aceite, pues tenían gallinas y la leche se la daba su abuela. Dígase también, en honor a la verdad que el padre nunca se metió en lo que compraban los niños ni nunca les dijeron en el economato que no podían llevarse nada de lo que compraban.
De camino a casa y a modo de merienda se comían una o dos onzas de chocolate con un trozo de pan, según el hambre que hubiese. Antes de llegar a casa y si el día estaba para ello jugaban con sus primos, pues al escondite, al corre-corre, a la queda, al pañuelo, a la zapatilla, vamos a unos juegos que ahora ya no existen y que no necesitaban otra cosa que las ganas de jugarlos y en cuanto empezaba a oscurecer corriendo muertos de miedo, prado arriba para casa. Una vez en casa encendían de nuevo la cocina de leña y freían como buenamente entendían un chorizo o un huevo o ambas cosas según el hambre y para la cama a esperar debajo de las mantas a que llegase su padre, ya que hasta que este no llegaba no se les iba el miedo y no podían dormir, bueno a veces también era para esperar a que este se durmiera y sigilosamente deslizarse hasta su habitación y robarle del chaleco una perrona, la cual distinguía, como si de un invidente se tratase, pasándole la uña por el canto y con ella poder pagarse  algún capricho en la fiesta del pueblo o en el mercado. No eran malos niños, alguna que otra travesura de vez en cuando, pues su padre los tenia amenazados con casarse con una viuda del pueblo que era muy mala, pues bien es cierto que su padre nunca les pegó, ni falta que les  hacía, les bastaba imaginarse a la madrastra y sus tres hermanastros que eran unas joyas de aupa, viviendo bajo el mismo techo que ellos y bajo su mando. Que va mejor solos que mal acompañados.
¡Plas! ¡Plas! unas castañas revientan sobre la chapa de la cocina, interrumpen el relato, arrancándonos la risa de después del susto de lo inesperado, abstraídos como estábamos en él, nos olvidamos de las castañas que se estaban asando, con rapidez y valiéndose de la paleta del carbón, mi padre les da vuelta a las castañas, para que se sigan asando así como también de alguna manera da vuelta a la historia que estaba contando y retrotrayéndose aun mas allá, sigue relatando, como un niño rubio como el oro y rizoso como un querubín, era admirado en el cuello de su madre aún sana, hasta el punto que le pedían rizos de pelo para poner en las gorras de los niños. Pero la venida de su padre del Norte, rompió con aquella felicidad obligándolos a abandonar Arnao, su pueblecito costero, ir a vivir a La Foz de Morcín. Esta vez la estancia fue breve y apenas se acuerda salvo de lo sola que se sentía su madre y de la imagen de estar lavando en el río con el sentado en una manta, ni siquiera recordaba a su hermanita, ni a su otra hermana, la segunda, que había quedado con los abuelos maternos o al mayor que ya hacia años se había establecido en La Foz pues se casó allí con Dolores una galana moza de ese pueblo, con la que tubo cuatro hijos, Samuel , Gaspar, Bartasar y Angel, como recordaba como pesaba su gordito sobrino Baltasar, cuando con el a hombros corría por los cuestos prados. Pero como decíamos esta primera vez la estancia fue corta, pues su madre se puso enferma y tubo que volver a Arnao con sus padres, para que la atendieran hasta que se produjo el fatal desenlace, como recordaba mi padre, a pesar de su corta edad,  que no le dejaban entrar en la habitación donde estaba su madre y como preguntaba a todas horas por ella, por eso una madre es lo mas grande y a pesar de que él apenas la disfrutó algo mas de cuatro años, la añoranza de su ausencia lo acompañó durante toda su azarosa vida, aunque con un "mamina del alma" era como estar otra vez en sus protectores brazos, dándole fuerzas para seguir adelante.
Mientras mi madre había frito unas patatas con unos filetes y en un cazo apartado en la cocina había calentado leche, por lo que mientras se asaban las castañas ya estaba la cena. Que suerte tenía de no tener televisión, pues a pesar de sentarnos a la mesa de la cocina y disponernos a cenar mi padre proseguía haciendo memoria y relatándonos sus vivencias de niñez, no sin antes meter las castañas en una fuente y taparlas con un rodillo, dejándolas en la parte mas lejana de la lumbre de la cocina para que no se enfriaran.
 Y volvemos al primer capítulo, cuando esos dos niños de cinco y siete años vivían en La Foz, mi padre nos cuenta como un día por la tarde escondido detrás de un berdial cercano al rió, pero a una distancia considerable para un niño de esa edad, coge una piedra y se la tiró a la maestra mientras estaba lavando la ropa, bajándole una ceja y como todavía hoy nunca se lo contara a nadie que fuera él, pues dicha maestra era muy mala y siempre estaba pegando y metiéndose con su hermana. La que se montó en el pueblo cuando la maestra llegó con la cara ensangrentada gritando que la querían matar. El mientras echó a correr en sentido contrario, es decir hacia arriba y sin mirar siquiera para atrás no paró hasta llegar a su casa, donde después de recobrar el aliento bajó hasta casa de su abuela para jugar con sus primos como si nada hubiera pasado y a si estuvo hasta el día siguiente que bajo al pueblo por la mañana para ir a misa, todo eran corrillos a la entrada de la parroquia comentando lo que le había pasado a la maestra y preguntándose quién podía haber sido, ya en la iglesia comenzó la misa, la cual era en latín y con el cura de espaldas a los parroquianos, lo cual le da pié a contar como unos años mas tarde, un parroquiano disgustado con el cura, entrara en la iglesia portando una llábana (piedra plana de gran tamaño) y se la estampa en toda la cabeza al párroco, dejándolo muerto en el acto, ante el asombro y la estupefacción de todos los feligreses presentes. El al fin y al cabo sólo le había dado un morrillazo a la maestra, por todas bofetadas y coscorrones que ella le había dado a su hermana, sin mas razón que la de ser pobre y no tener mas que un mandilón y llevarlo roto, o al menos eso decía, pues el  y algunos mas del pueblo tampoco tenían mas que uno y  no les pegaba.
Por fin estaban asadas las castañas las cuales se comieron con leche coincidiendo con el fin de este relato, con el que mi padre, como en muchas cenas y comidas nos contaba los numerosos episodios de su azarosa vida.

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